Gustavo
Geirola
Whittier
College, Los Ángeles, California
A mi hermano M.
Introducción
En
algún momento de su vida, entre el 84 y 54 a.C., en los tiempos de la República
Romana, antes del Imperio de Augusto, Gayo Valerio Catulo escribió su “Poema
101” a la muerte de su hermano, muerto por tierras turcas de la Anatolia, según
el mismo poeta nos refiere en su “Poema 65”, cuando expresa el dolor por la
muerte de su hermano, “él a quien, arrancado a mis ojos, la tierra de Troya
deshace al pie de la costa del Reteo. Te hablaré, pero nunca te oiré contar tus
cosas, nunca podré verte, hermano más querido para mí que la vida; pero, en
verdad, siempre te querré, siempre cantaré cantos de duelo por tu muerte”. Mucho
tiempo después, en algún momento entre 1892 y 1919, César Vallejo, nuestro
excelso poeta peruano, escribe su poema “A mi hermano Miguel”, motivado también
en la muerte de su inseparable hermano, poema que Vallejo incluirá en Los heraldos negros (1919), dos años
después que Sigmund Freud publicara su famoso ensayo “Duelo y melancolía”
(1917). Es conjeturable que Freud y Vallejo, cada uno del otro lado del
Atlántico, estuvieran escribiendo al mismo tiempo: el peruano, sacudido por la
muerte de Miguel Ambrosio, ocurrida el 22 de agosto de 1915, cuando solo
contaba con 26 años; el doctor vienés, tal vez, ya presentía con cierto estupor
los estragos causados por la Primera Guerra Mundial y los horrores bélicos que
vendrían después, los que volvieron a capturar su preocupación, como lo
demuestra su intercambio epistolar con Einstein al inicio de la década del 30.
El año 1925, por otra parte, es cuando Freud publica otro ensayo imprescindible
que, a su manera, también involucra nuestra lectura de los poemas de Catulo y
Vallejo; me refiero a “Notas sobre la pizarra mágica”, en el que intenta
ofrecernos un modelo aproximado del aparato psíquico, particularmente su
reflexión sobre la memoria y, a su modo, sobre la escritura, las huellas en el
inconsciente de todos los estímulos que la conciencia no puede retener.
Escritura, muerte y memoria forman siempre un nudo borromeo en el que cada uno
de los anillos remite siempre a los otros, cada cual no es sin los otros.
Toda
escritura, como hoy sabemos, carece de un original y, aun cuando lo hubiera, no
siempre es posible documentar que un poeta posterior haya leído un texto previo
escrito por otro. Toda escritura surge siempre a partir de una escritura
previa, con o sin conocimiento de los autores. Nada nos autoriza a afirmar que
Vallejo haya leído a Catulo; sin embargo, resulta fascinante poner ambos textos
en conversación. Vallejo escribe su poema, sabiéndolo o no, sobre la superficie
de cera de la pizarra mágica en la que están las huellas de la escritura
catuliana. Es siempre fascinante hacer ejercicios de lectura y despreocuparse
por dar evidencias, académicas o no, como en general ocurre cuando se trata de una
disciplina conocida como literatura comparada. No es nuestra pretensión aportar
algo a la literatura comparada, tampoco discutir si el poema de Catulo es o no
es una elegía, si Vallejo es o no es modernista. Muchos de estos aspectos han
sido ya discutidos por los académicos.
Catulo
escribe desde un centro político y cultural que pronto será epicentro de uno de
los imperios más grandes de Occidente. Vallejo, en cambio, escribe desde la
periferia neocolonial, doble, porque escribe en Perú, pero ni siquiera desde Lima,
sino desde un espacio provinciano. Está, pues, en los márgenes del imperio que
le tocó sufrir: europeo en lo cultural, estadounidense en lo político. ¿O acaso
Vallejo no hizo de la memoria atroz de la colonización española sobre las
culturas indígenas, del capitalismo posterior y del cristianismo el motivo de
su nudo borromeo poético?
Duelo y melancolía: cárcel de la muerte y sublevación
de la vida
Ambos
poetas, Catulo y Vallejo, escriben sus poemas como expresión de un duelo por la
muerte de un hermano. Es una experiencia de pérdida, cantada por un varón sobre
otro varón. Y por eso, como quería Freud con las famosas palabras antitéticas
(1910), esa aflicción por la pérdida, no debe velar el otro sentido que el
Diccionario de la Real Academia nos informa: “Combate o pelea entre dos, a
consecuencia de un reto o desafío”. De entrada, pues, el duelo es un emblema de
amor y odio. En su ensayo de 1917 Freud nos alerta que todo duelo se produce
por “la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces,
como la patria, la libertad, un ideal, etc.” ¿Cuáles son las posibilidades
expresivas, si se puede decir así, en cierto modo fenoménicas, de una pérdida?
Esta pregunta puede ser el hilo conductor de nuestra lectura. Y como lo indica
el título de su ensayo, Freud quiere diferenciar el duelo –el proceso de la
libido y los avatares del yo, que él categoriza de normal— de la melancolía,
que supone algunas otras cuestiones y que, en cierto sentido, constituye la
versión patológica del duelo.
Con
el tiempo, la persona afectada por el duelo, el cual ha dejado a la libido sin
el objeto amado, puede con cierto tiempo volver a investir su libido en otro
objeto; el melancólico, en cambio, aunque comparte con el duelo “una
cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de
amar, la inhibición de toda productividad”, agrega algo más: un malestar
inconsciente, consistente en “la perturbación del sentimiento de sí”. La
pérdida que provoca el duelo supone un objeto conocido; el individuo es
consciente de que esa persona, patria o ideal amados no están más. Imaginamos
que Vallejo habrá padecido no solo este duelo por su hermano Miguel, sino los
posteriores: el causado por su migración a Francia y el de la caída del ideal
revolucionario, sobre todo después de sus viajes a Moscú entre 1928 y 1931. El
melancólico, según Freud, sabe que ha perdido ‘algo’, pero “no [sabe] lo que
perdió en él”, es decir, hay un lado inconsciente que se le escapa y que hace
retornar la libido, antes dirigida al objeto, hacia el yo, pero con signo
negativo: el melancólico se debate en múltiples autorreproches, “se denigra y
espera repulsión y castigo”. Hay algo que “devora su yo”. Para Lacan, tal como
lo plantea en su Seminario 10, en el
duelo y la subjetividad que lo define hay pérdida del objeto, pero también hay
pérdida en el sujeto: “Sólo estamos
de duelo por alguien de quien podemos decirnos yo era su falta”. Hacemos, pues, duelo por el objeto perdido y por
esa otra falta, la que éramos como causa del deseo del otro, del que nos dejó.
Interesante propuesta, sin duda, porque nos deja ver en el entramado doloroso
del duelo cómo ya no somos su falta, pero hasta qué punto nos enfrentamos al
peligro de continuar involucrados en su deseo. Y he allí el dolor del duelo y el
riesgo de la melancolía: ese deseo del Otro puede llevarnos con él,
arrastrarnos a nuestra propia muerte. Por eso el yo catuliano, como veremos, se
despide rápidamente de su hermano querido y muerto, y reacomoda su libido,
gracias al tiempo del viaje, no solo para investir un nuevo objeto (otra
persona, otra patria, otro ideal), sino para ser otra vez la falta del otro, de
algún otro otro, y ser deseado por él,
ser su falta. Si el sujeto, en su duelo, no logra restructurarse, esto es,
contornear con su palabra sus amores, sus identificaciones –aunque el objeto perdido
siga quedando como un resto no siempre significantizable por completo—,
entonces correrá el riesgo de caer en la melancolía, en la cual, a la manera de
un ofrecimiento sacrificial, se pierde a sí mismo. Los rituales funerarios
cumplen aquí la loable función de evitar la caída en la melancolía; son liturgias
de la tradición y la cultura que facilitan la elaboración del duelo, puesto que
éste es precisamente esa elaboración del dolor por la pérdida, que nos preserva
del deseo del Otro, del que “yo era su falta” y que es básicamente lo que
angustia.
La
melancolía, o bilis negra en la teoría antigua de los humores, tiene una larga
historia, desde el mundo antiguo hasta la medicalización en la psiquiatría y la
actual transformación como ‘depresión’, plaga contemporánea, cuadro patológico con
múltiples caras. Aristóteles la da un cierto valor positivo al ligarla a la locura
y a la creatividad del genio; más tarde, esa perspectiva que llega hasta el
siglo XIX, tomará rumbos clínicos como patología. Hoy, incentivada la depresión
por la ciencia y, a la vez, paradojalmente asistida por ella en contubernio con
la industria farmacéutica, nos da testimonio del arrasamiento del sujeto del
inconsciente en la medida en que, como cómplices del avance neoliberal y global,
la ciencia y el neoliberalismo en vez de promover que el sujeto le ponga
palabras a su malestar, tamponan ese real doloroso con gadgets y medicamentos. Freud,
al pasar, en su ensayo, reconoce que la autocrítica del melancólico nos hace
pensar que “se acerca al conocimiento de sí mismo”, planteando por ende la
pregunta de hasta qué punto haya que enfermarse para alcanzar una verdad de ese
tipo. En otro ensayo arriesgará la conjetura de que haya verdad en el delirio
del psicótico. En cierto modo, son pervivencias o huellas de la concepción
antigua de la melancolía y la locura.
Freud,
avanzado su ensayo, conjetura que los contenidos de esos reproches del melancólico
a su yo fueron, en cierto modo, aquellos que, reprimidos, el yo no le hizo
oportunamente al objeto amado. “Sus quejas {Klagen}
son realmente querellas {Anklagen}”.
Habría, así, una identificación del yo con el objeto resignado: se trata de una
identificación narcisista igual a la del duelo, pero con la diferencia para el
melancólico de que en este avatar de su libido sale “a la luz la ambivalencia
[amor/odio] de los vínculos de amor”. El yo queda, en cierto modo dividido,
luchando esas dos partes una contra otra. En publicaciones posteriores Freud
irá explorando otras explicaciones de la melancolía ligadas a la pulsión de
muerte y al superyó. El melancólico se automartiriza y saca de ello cierta
cuota de goce: cuando no se logra resignar el amor por el objeto perdido, dicho
amor “se refugia en la identificación narcisista”; el odio hacia el objeto, por
el contrario, se ensaña con éste, lo insulta, lo denigra provocándole una
satisfacción sádica. La división del yo crea un espacio de tensión, de lucha
interna. Se trata, como vimos, de ese odio, de esa agresividad hacia el otro,
hacia el objeto, que estaba reprimida bajo el velo del amor y que el
melancólico vuelca ahora sobre su propio yo. Es la ambivalencia que también
Lacan detalla en el estadio del espejo –donde el yo [moi] adviene, y más precisamente frente a ese otro hermano, el
intruso, ese doble, que ahora viene a disputarle los amores y los privilegios
de sus padres. La investidura del melancólico experimenta un destino doble: una
parte regresa a la identificación, al narcisismo, y la otra despliega el
conflicto de la ambivalencia hacia la etapa del sadismo más originaria, a una
instancia pulsional en la que no falta la pulsión de muerte la cual explica que,
más allá del enorme amor de libido narcisista del yo, promueve en algunos casos
el deseo de autodestrucción.
Finalmente,
Freud nos lleva a considerar la manía como la contraparte eufórica de la melancolía:
se trata del despliegue de “estados de alegría, júbilo o triunfo” por las que
el maníaco “parte, voraz, a la búsqueda de nuevas investiduras de objeto” como
vía de escape para emanciparse del dolor que éste le produjo con su partida. En
cierto modo, esta consideración del maestro vienés tiene también una genealogía:
recupera, a su manera, el legado de la característica demoníaca del
melancólico. Sea como fuere, duelo ‘normal’ o melancólico, Freud concluye su
artículo especulando, a falta de mejores investigaciones realizadas hasta ese momento,
que en última instancia el yo rehúsa seguir el mismo destino del objeto y de
ahí que se deje “llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el
estar con vida”. La voluntad de vivir, a su manera, quiere proseguir; el yo de
alguna manera, como lo planteaba Foucault en un artículo de
1979, se subleva bajo la consigna de “no obedezco más” y “echa en la cara de un
poder que estima injusto el riesgo de su vida”. Al orientar, entonces, su deseo
hacia otros objetos, abre la cárcel de la muerte en la que se hallaba por la
pérdida y, en un ejercicio de libertad, vuelve a hacer historia –cualquier
historia, loable, criminal o decididamente loca—, asumiendo los riesgos de
nuevas elecciones, construyendo sus nuevos imaginarios, volviendo a ilusionarse
con nuevos proyectos y apostando a definir una nueva utopía, a la vez que
difiere y lucha a su manera con el despotismo e inevitabilidad de la Muerte.
Freud
piensa aquí la pérdida como muerte del objeto amado, pero nos deja la pregunta
por las otras que había mencionado al principio de su ensayo, aunque podemos
nosotros por nuestra cuenta especular: el individuo que deja su país sigue su
vida en otro, no obstante su nostalgia; el individuo que ha perdido el ideal
(como todos nosotros desde finales del siglo XX con la caída de la función de
la ley, del Padre y de los ideales revolucionarios y su utopía) seguimos
adelante y, en esta crisis emocional dolida, buscamos –como sucede en dos
libros claves, The Classical Tradition,
del británico Gilbert Highet, de 1949 y European
Literature and the Latin Middle Ages, del alemán Ernest Robert Curtius, de
1953, escritos frente a la devastación bélica en Europa, y tal como se aprecia en
la última producción de Michel Foucault—, nuevas alternativas para ir más allá
de la ruinas, evitar la melancolía y procurarnos ‘el cuidado de sí’ dirigiendo
nuestra mirada a los textos antiguos, a fin de retomar la conversación con el
mundo clásico, avasallado por el cristianismo.
Catulo: Poema 101
Multās per gentēs et multa per
aequora vectus
adveniō hās miserās, frāter, ad īnferiās,
ut tē postrēmō dōnārem mūnere mortis
et mūtam nēquīquam alloquerer cinerem.
quandoquidem fortūna mihī tētē abstulit ipsum.
heu miser indignē frāter adēmpte mihi,
nunc tamen intereā haec, prīscō quae mōre parentum
trādita sunt trīstī mūnere ad īnferiās,
accipe frāternō multum mānantia flētū,
atque in perpetuum, frāter, avē atque valē.
Una traducción lo más literal posible sería:
A través de muchas naciones y muchos
mares
he llegado, hermano,
a estos miserables ritos funerarios,
para que pueda otorgarte el regalo final de la
muerte
y para vanamente hablarle a tus cenizas
silenciosas, desde que la fortuna te ha robado
¡ay desgraciado hermano¡ injustamente arrebatado
lejos de mí.
Mientras tanto, no obstante, recibe aquellas
que según la paterna tradición
se tributa a los muertos, fueron entregados como
un triste regalo
completamente recubierto de lágrimas fraternas.
Y para la eternidad, saludos y despedida,
hermano.
Otra traducción al español, bajada de la Internet y de traductor
desconocido, cuenta con algunas palabras que no responden al texto latino
(traición, destino):
Después de recorrer muchos países
y mares, he llegado, hermano mío,
para asistir a tus exequias tristes,
para rendirte el último tributo
y vanamente hablarle a tus cenizas
mudas, porque el destino te ha apartado
de mi lado a traición, injustamente.
Ahora, toma al menos esta ofrenda,
que según la paterna tradición
se tributa a los muertos, recubierta
por completo de lágrimas fraternas.
Este es mi último adiós, querido hermano.
Los eruditos han debatido si se trata o no de un poema
clasificable como elegíaco. No entraremos en esa polémica: nos importa saber
que se trata de un poema sobre un duelo. ¿Melancólico o no? Hay una
preponderancia del yo en las marcas gramaticales, en la forma de reportar la
ofrenda y, de alguna manera, en la salida del duelo. El sujeto poético ha
viajado grandes extensiones por mar y por tierra para llegar a la tumba de un
hermano –cuyo nombre no se menciona— y realizar los ritos funerarios. Ha
habido, pues, dos viajes como habrá dos separaciones y dos despedidas: primero,
el del hermano, que ha viajado y se ha apartado del sujeto poético para
encontrar su muerte; segundo, el viaje del sujeto poético para encontrarse con
su hermano muerto, injustamente arrebatado por la caprichosa fortuna; es
probable que haya habido antes, como hay al cierre del poema, un adiós, una
despedida. El vocablo latino ‘ave’ que aparece al final, puede traducirse como
‘adiós’, pero también como un ‘hasta pronto’ o ‘hasta la vista’, lo cual abre
la esperanza de un encuentro en el más allá. El poema nos da cuenta del viaje
para “hablarle a tus cenizas mudas”, es decir, a un interlocutor que ya no
puede responder. La falta de respuesta del muerto también aparecerá, como veremos,
en el poema vallejiano. La separación de los hermanos nos alerta de un tiempo
transcurrido desde el viaje del desgraciado hermano que se ha alejado, hasta el
del sujeto poético para rendirle los ritos funerarios, en la medida en que lo
ha hecho “A través de muchas naciones y muchos mares”. Durante ese tiempo y
esas travesías, el duelo por la pérdida del hermano amado ha podido elaborarse
al punto que, al final, casi sin emoción, hay apenas una despedida una vez
cumplidos los rituales funerarios impuestos por la tradición paterna, esto es,
según los mandatos del registro simbólico de la cultura. Se ha llegado para
depositar una ofrenda triste bañada en lágrimas fraternas, pero como sumisión
al ritual, como un deber requerido por la costumbre, más que lágrimas
provocadas por el inminente conocimiento de la muerte del hermano que, como lo
vimos en el “Poema 65”, afectaron grandemente al yo poético. De ahí, debido al
tiempo transcurrido entre la muerte y las exequias, es que haya una despedida,
ya no temporaria como debió haber ocurrido tal vez en el pasado, cuando ambos
estaban vivos, sino una definitiva, “para toda la eternidad”, saludos y adiós,
o hasta pronto/hasta la vista y adiós. Esa despedida es casi una fórmula, fría,
y deja al sujeto libre para seguir su viaje o su vida, esto es, investir su
libido en otro objeto.
Tenemos así instancias que se repiten, casi paralelas,
pero in vita et in morte. Tenemos un
viaje del hermano hacia tierras lejanas, el viaje del yo poético hasta la tumba,
el viaje del objeto perdido hacia otra dimensión y el nuevo viaje del sujeto
hacia la vida, una vez contabilizada la muerte y terminado el duelo. La palabra
‘hermano’ también se repite, como el “muchas/os” del verso inicial, que suenan
como si el sujeto poético quisiera hacerle saber al muerto de su esfuerzo
realizado no tanto por el amor al hermano mismo, sino por la injusticia de la
fortuna que se lo ha robado, se lo ha arrebatado sorpresiva, inesperada y
cruelmente de la propiedad emotiva que lo unía a él. De alguna manera, en ese
“robado injustamente” escuchamos la versión lacaniana del “yo era su falta”, es
decir, la fortuna le ha arrebatado a ese otro que lo deseaba. Y si bien se hace
el reproche a ese Otro que es la impredecible fortuna, no deja de haber un
velado reproche al muerto por su alejamiento, por su muerte y por su silencio.
A la imposibilidad de hablarle al muerto y obtener su respuesta, se acopla
paralelamente el darle u ofrecerle las ofrendas empapadas de lágrimas, como mandato
superyoico de la cultura, además del mencionado esfuerzo personal del viaje por
mares y territorios muy extensos. Es como si el sujeto poético estuviera en
cierto modo proyectando en el hermano
la deuda/culpa simbólica que tiene con él. De ahí, nuevamente, que el saludo y
despedida final asuma ese tono sin marcadores de emoción.
El
poema, a diferencia –como veremos— del de Vallejo, no registra ninguna memoria,
no hay recuerdos, solo enumera las acciones del sujeto poético: he viajado, he
intentado sin éxito de comunicarme, he ofrendado, he cumplido con los rituales
que manda la tradición paterna, es hora, pues, hermano, de despedirnos y para
mí de partir, tú ya lo ha hecho dejándome sin ti y triste. Es un poema centrado
en el yo quien ha saldado las cuentas y no queda dividido contra sí mismo, como
en el melancólico, entre amor y odio; la identificación narcisista del sujeto
poético (lo ‘fraterno’ que casi opera como espejo) queda intacta y lista para
investir otros objetos, aunque la frialdad de la despedida final, tal vez
esperanzadora de un más allá, no deja de hacer sentir el horror a la muerte
propia, porque si la Muerte no es especularizable, el hermano perdido no deja
de instalar la muerte como tal.
La
señal de la angustia, que nunca engaña respecto de la muerte propia, no aparece
monumentalizada en este poema de Catulo; en Vallejo, como veremos, es velada
melancólicamente por el sujeto poético en ese poema temprano, cuando todavía no
tenía que enfrentar otras pérdidas (país, ideales); en el poeta peruano percibimos,
a diferencia del yo poético catuliano que se despide, se subleva y marcha
rápidamente en búsqueda de la satisfacción narcisista de estar todavía con
vida, dejando atrás una suspensión, una parálisis melancólica del sujeto.
César Vallejo
A mi hermano Miguel
Hermano, hoy estoy en el poyo de la
casa,
donde nos haces una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: "Pero, hijos..."
Ahora yo me escondo,
como antes, todas estas oraciones
vespertinas, y espero que tú no des conmigo.
Por la sala, el zaguán, los corredores.
Después, te ocultas tú, y yo no doy contigo.
Me acuerdo que nos hacíamos llorar,
hermano, en aquel juego.
Miguel, tú te escondiste
una noche de agosto, al alborear;
pero, en vez de ocultarte riendo, estabas triste.
Y tu gemelo corazón de esas tardes
extintas se ha aburrido de no encontrarte. Y ya
cae sombra en el alma.
Oye, hermano, no tardes
en salir. Bueno? Puede inquietarse mamá.
Basta
la primera lectura para darnos cuenta de que estamos ante una pérdida, la del
hermano, como en Catulo, pero expresada de manera totalmente distinta. La pérdida
del objeto amado es otra vez, como en el romano, por muerte; sin embargo, el poema
está atravesado por la memoria. No hay aquí todavía un duelo elaborado; el
poema parece ser parte del proceso de duelo, pero el yo todavía está
invistiendo su libido en el objeto perdido. No hay ni ofrendas ni exequias; no
se registra la muerte, sino la desaparición,
en el juego de las escondidas y en la vida. La desaparición es la figura de un
duelo inconcluso, infinito, con todos los riesgos de una caída en la
melancolía.
En
América Latina, desde la colonia hasta nuestros días neocoloniales, las muertes
no se pueden contabilizar: son muchas; los afectados por el duelo (en todos los
países de la región, como iniciaron las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, como
los familiares de los estudiantes desaparecidos en México, pero con réplicas en
cada país) piden la aparición de sus
seres queridos con vida. Mientras no
aparecen, mientras se auscultan cadáveres anónimos en fosas comunes, el duelo
queda en un suspenso, porque las investiciones libidinales al objeto siguen
sobre el objeto, al que no se le da
partida de defunción. Se trata aquí de un pedido de justicia que extiende en el
tiempo la demanda para, según el veredicto, según la respuesta del Otro, poder
recién iniciar el duelo. Hay un juego permanente entre opresores y oprimidos,
procesos que se acercan a la verdad pero que la corrupción jurídica y política del
Otro inmediatamente disuelve. No por casualidad, como corresponde a un poeta
genial y profeta, Vallejo incorpora la voz de la madre: “Pero, hijos…”. Oración
incompleta, suspensiva que abre a varias interpretaciones.
La
pérdida se registra, ya no como muerte, como lo vimos en Catulo, sino como
falta por ocultamiento: “nos haces una falta sin fondo”, es decir, se trata de
un vacío dejado por el objeto, pero no de muerte del mismo. Viracocha, en el
mundo andino, ya también había creado el mundo y se había marchado, dejando el
vacío, su falta, que el cristianismo –inventando un dios único para suplantar
el politeísmo incaico y sus Huacas—
llenó cruelmente con sus fantasmagorías, las cuales desmantelaron las
cosmogonías y los sistemas religiosos indígenas, incluidos sus ritos
funerarios.
El
sujeto poético vallejiano se inicia con una primera persona singular y en presente,
para inmediatamente involucrar a los otros deudos y recuerdos del pasado: se
pasa al plural, porque la pérdida les incumbe a todos: “nos haces”. De un salto, el recuerdo transporta a un pasado infantil,
donde se jugaba bajo la caricia y el cuidado maternos. El “pero, hijos…”
pareciera indicar que éstos no se estaban comportando como la progenitora
esperaba; hay allí un reproche, ya casi melancólico, que el yo asume sin
hacerse cargo, proyectándolo sobre la voz materna. Las quejas, como apunta
Freud, se manifiestan como querellas en el melancólico.
Como
en Catulo, hay en el poema vallejiano un tiempo, pero no el cronológico del
viaje, sino el de la memoria, del pasado lejano, infantil, evocado por el
recuerdo, que es un juego a las horas vespertinas, y el de la muerte
insoportable y dolorosa, un recuerdo adulto, también pasado, pero más cercano
al presente de la escritura, más fáctico, que ocurre al alborear. Observamos,
además, un calibrado juego de luces y sombras. El primer pasado se torna
presente, porque evoca el juego, en el que el sujeto se esconde y espera no ser
encontrado: “Ahora yo me escondo, / como antes”. El sujeto poético se
esconde en el presente de la escritura, como antes cuando quería ser
encontrado. Luego el ocultamiento se invierte para el otro, para el objeto. Pero
el objeto amado, ese otro gemelo y especular, ese otro se ha escondido y no
regresa, y por ello el sujeto poético “se ha aburrido de no encontrarte”.
El
aburrimiento, producto de una larga espera, es una insatisfacción que parece
tener rasgos melancólicos: en el aburrimiento –como lo vio Lacan— está
cancelada la sorpresa, algo se ha hecho lo suficientemente regular, se ha
repetido tanto que ya no hay manera de asombro; lo que sorprende al yo poético,
sin embargo, es la desaparición prolongada del “gemelo corazón”. El
ocultamiento del objeto querido, como quería Lacan, alerta al sujeto sobre algo
más radical: como ocurre con el “Bueno?” al final del poema –cuya falta
escrituraria del signo de interrogación inicial ya da cuenta de la afánisis del
sujeto— el juego, en tanto reglado, también indica un pacto con el otro, que no
debería romperse. Ese pacto hace posible velar la señal de una pérdida, de un
ocultamiento definitivo. Es, pues, una señal de angustia, porque ese deseo para
el cual el sujeto mismo era su falta pareciera estar ausente; se produce un
vacío en el propio yo del sujeto poético, causado por la desaparición del
hermano querido, quien se ha llevado algo valioso de su yo. Por eso, se
cancelan las posibilidades de continuar el juego, ya que la muerte lo
interrumpe, generalizando el sombrío ánimo, el irreversible paisaje, en las “tardes
/ extintas”.
Solo
queda el recurso a la memoria y a la escritura: el título del poema es el típico
de las dedicatorias (“A mi hermano M.”), de modo tal que el poema en sí es, si
no la ofrenda, sin duda el reproche melancólico del sujeto poético que evoca al
desaparecido (cuya muerte no puede todavía contabilizarse completamente) y a su
vez es un medio de llenar el vacío dejado por el otro y su deseo. Notemos que
en el juego a las escondidas son los cuerpos los que desaparecen y aparecen o
son encontrados; el sujeto poético pareciera participar de un juego como el del
famoso fort-da freudiano, en el que
se recupera como sujeto frente a la ausencia del otro. De ahí la referencia al aburrimiento, porque no hay otro
objeto más que el hermano para llenar el vacío producido por el ocultamiento.
Estamos aquí lejos del aburrimiento contemporáneo donde a las velocidades
incitadas por el neoliberalismo, el niño y también el adulto quedan atiborrados
de objetos, unos tras otros, todos desechables, todos inmediatamente prescindibles.
Ese desesperado pasar de un objeto a otro correspondería a la manía, como la
otra cara de la melancolía. Esa manía, que a su manera percibe la señal que es
la angustia, se da como un atiborrarse de objetos artificiales y actividades
compulsivas. El modo maníaco es eufórico en su afán por taponar el vacío y rechazar
la angustia –la falta de la falta, la angustia que no es sin objeto, pero que
no puede taponarse con mercancías. La manía, al pretender taponar ese vacío,
obstaculiza la elaboración del duelo. Lacan señalaba en el Seminario 7 sobre la ética, que los bienes son el más poderoso
tapón para el deseo, que es justamente lo que se trata de rehabilitar después
de un duelo para dar continuidad a la vida. Pero la angustia, que no es
engañosa, no se tapona porque es una señal que nos recuerda lo real, que nos
delata nuestro ser como puro tiempo, de cuyo futuro tenemos la completa
certeza, más que miedo, porque el miedo es un objeto conocido, pero la muerte no
lo es: la muerte no tiene ni imagen ni palabra que la presentifique, la designe
o la describa. La muerte es eso real que “no cesa de no inscribirse”, incluso
que vuelve siempre al mismo lugar, del que queremos desentendernos y cuando no
lo logramos, es el aburrimiento el que nos abruma a la vez que nos da un guiño
sobre el vacío que pretendemos colmar con el consumo de bienes. En El mundo como voluntad y representación
ya nos alertaba sobre “aquella parálisis que se muestra en la forma del
terrible y mortecino aburrimiento”, como contraparte de la voluntad; dicho
aburrimiento emerge cuando –como ocurre en el mundo contemporáneo, al sujeto “le
faltan objetos del querer porque una satisfacción demasiado fácil se los quita
enseguida”. El objeto de la angustia es por eso el objeto causa del deseo, ese
real perdido e inalcanzable, objeto caído que testimonia de un goce irrecuperable,
el goce de no ser, de retornar a lo inorgánico, de no sufrir, de no padecer; acercarse
demasiado a dicho objeto causa del deseo, del que nos defiende el fantasma como
puede, es simplemente aproximarse a lo letal. Ese objeto, entonces, más que
perdido, está por el contrario siempre allí, y nos acosa, nos lo queremos sacar
de encima, de él tenemos que partir, como Catulo, hacia otro objeto, nunca
completamente satisfactorio, sustituto, pero que abre el camino metonímico del
deseo y, por ende, del vivir. Por eso, la salida del duelo –de ese duelo que
nos ha sorprendido al poner en el lugar de nuestro objeto de deseo al objeto
perdido— consiste en la sublevación para recuperar el deseo de vivir, de seguir
viviendo, de ilusionarnos en que algún día podremos satisfacer nuestro deseo.
De ahí que la ausencia del duelo nos obliga a recordar otra ausencia
fundamental, la falta de la falta, la ausencia de la ausencia, es decir, la
falta de nosotros mismos. Es el duelo precisamente el que certifica que, aunque
temporariamente haya afánisis del sujeto, no hay muerte del deseo, porque éste
puede volver a investirse sobre otro objeto.
El
espacio era en Catulo un recorrido por mares y tierras, por grandes extensiones
para llegar a la tumba de su hermano. En Vallejo, en cambio, el ocultarse y aparecer
parece instalarse en un mapa más limitado, preciso: la casa familiar, “nuestro
primer universo”, lo llama Bachelard en La
poética del espacio, donde hay rincones conocidos para ocultarse. Al
atardecer, en el poyo de la casa, el sujeto espera el retorno, la aparición con vida del hermano desaparecido, al que dar por
muerto, y se “ha aburrido de no encontrarte”. El paisaje es crepuscular; se
trata de un afuera que implica el claroscuro interior, que se expande por la
intimidad de la casa para permitir la dinámica del juego: la sala, el zaguán,
los corredores. El atardecer de aquellas “oraciones vespertinas” que
auspiciaban el juego, termina ensombreciendo el alma: “cae sombra en el alma”.
Obsérvese que no dice “mi alma”: tal
vez porque se trata del alma plural, de todos en la casa y del prójimo fuera de
la casa, o tal vez porque el sujeto poético siente que su alma ya no le pertenece, el otro se la ha llevado consigo: ‘yo
era su falta’.
La
espacialidad es crucial, sea en el juego, en la casa, en la memoria o en la escritura.
El poyo es un lugar fronterizo entre lo privado y lo público y señala, en
cierto modo, esa doble característica del duelo necesaria para su superación:
lo íntimo y privado por un lado y lo público por otro; límite también temporal
entre el pasado y el presente, la memoria y la mirada del Otro. No descuidemos
que la mención de la madre también remite a un hogar primordial; Bachelard
habla de “la maternidad de la casa”. Casa y madre: lugares de protección. “Los
recuerdos del mundo exterior no tendrán nunca la misma tonalidad que los
recuerdos de la casa”, dice Bachelard. El juego tiene un ritmo marcado por lo
familiar y lo ominoso, como Freud lo ha explorado, en la medida en que, de
pronto, la muerte interviene para ocultar al objeto definitivamente. Uno puede
ocultarse riendo o bien ocultarse con tristeza. Pero el juego mismo involucra
ambas emociones, como si jugar a las escondidas en la infancia fuera ya un
anticipo siniestro de la muerte, en la que los niños no piensan, pero cuyo
dolor de existir registran; Vallejo lo escribe genialmente: “Me acuerdo que nos hacíamos llorar”, es un componente
sádico que opera mutuamente. Ese llanto y ese goce sádico permite regresar a la
interpretación de la palabra materna: “Pero, hijos…”, quien puede ver en el
juego dicho componente sádico y siniestro, razón por la cual “puede
inquietarse”.
Vallejo,
a diferencia de Catulo, no sólo pluraliza el yo e incorpora la palabra materna,
sino que también le habla al hermano, al que no se supone definitivamente mudo
y al que se apela, por eso, en un tono coloquial: “Oye, hermano, no tardes/en
salir. Bueno? Puede inquietarse mamá”. Apela a la respuesta del “gemelo
corazón”, no tanto para él, sino para la madre, la que da vida, pero no puede
revalidarla.
Catulo y Vallejo: dos alternativas a la pérdida de
objeto
Si
Catulo nos da un poema escrito cuando el duelo se ha superado, si se puede ya
despedir de su hermano muerto y seguir viaje, es decir, orientar su deseo hacia
otro objeto, Vallejo, en cambio, se queda en ese limbo melancólico, con sutiles
reproches por la desaparición del hermano, que pareciera continuar jugando a
las escondidas, con un gesto sádico que solo hace llorar en el presente y que,
en paralelo con el juego evocado por la memoria, deja percibir el autorreproche
del yo melancólico. En ambos poemas asistimos al encuentro con un objeto
perdido, mundano o no, que los concierne, y más que la perdida en sí, ambos
escenifican escriturariamente dicho encuentro, el encuentro con la patencia de
la muerte, con estrategias diferentes. Es la escritura la que, a su modo,
particulariza al sujeto, a cada uno de nuestros sujetos poéticos, y a la vez da
cuenta del deseo de vivir, de vencer a la muerte propia. La escritura, como quería
Horacio, está siempre del lado del non
omnis moriar y es, por eso, una sublevación del sujeto frente a la muerte,
frente al deseo del Otro; y aunque esa sublevación sea a la larga ineficaz
frente al Amo Absoluto, no lo es frente al deseo del otro, el objeto amado y
perdido, puesto que allí la finalización del duelo, la despedida y la partida
hacia otros rumbos no dejan de ser un atisbo de libertad del sujeto en este
mundo plagado de opresiones.
BIBLIOGRAFIA
Bachelard,
Gastón [1957]. La poética del espacio.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.
Elmiger, María
Elena. Duelo. Íntimo. Privado. Público.
Buenos Aires/Los Ángeles: Argus-a Artes y Humanidades/Arts & Humanities,
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sobre la pizarra mágica” (1925 [1924]). Obras completas. Vol. XIX. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1992.
---. “Lo
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Vol. XVII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1992.
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sentido antitético de las palabras primitivas” (1910). Obras completas. Vol. XI.
Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1976.
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Jacques. Seminario 7 La ética del
psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 1988.
---. Seminario 10 La angustia. Buenos Aires: Paidós, 2007.